¿A quién no le gusta narrar y que le narren historias? Ya sean verídicas o ficticias, a la mayoría de las personas nos encantan desde pequeños. Es difícil imaginar alguien a quien no le interesen.
¿Por qué?
Probablemente la respuesta a la pregunta es compleja y nunca se podrá dar de forma definitiva… Pero algunos autores se han aventurado a ofrecer pistas. Veamos dos de ellas.
La más básica sería una razón mnemónica: desde pequeñas las personas necesitamos acordarnos de cosas importantes. Como que no hay que hablar con desconocidos, que el trabajo tiene su recompensa o que es peligroso dejarse manipular. Semejantes mensajes nos resultan menos familiares y reconocibles que Caperucita Roja, La cigarra y la hormiga y La ratita presumida.
Pero los mensajes están en esos cuentos y, a través de ellos, en nuestra cabeza. Implícitos. Es sólo que nuestra memoria almacena mejor las relaciones causa-efecto propias de las historias que enunciados abstractos como los de los mensajes sin más.
¿Por qué?
Una explicación podría ser la segunda y última pista que vamos a comentar aquí. Podríamos llamarla razón emocional, pero creo que su origen es lo que en psicología se llama la ilusión de control.
Necesitamos creer que estamos al mando de nuestra vida. Y por supuesto, en cierta medida lo estamos. Pero dependemos mucho del azar. Y para luchar contra esa incómoda sensación, disfrutamos y retenemos las pruebas en sentido contrario.
O sea, la causalidad. Contar una historia normalmente es describir el mundo como un razonamiento perfecto. Si la historia es buena todas las piezas encajan con sentido. Y eso nos gusta.
De ahí que para vender cualquier cosa sea útil recurrir a una historia. A diario vemos cómo los políticos plantean los problemas en términos narrativos y cómo los acólitos de tal o cual partido compran el cuento con gozo. El miedo de la incertidumbre desaparece.
Nos sentimos satisfechos, porque entendemos. Seguros y calentitos. Y queremos más.
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